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Las ciudades de hoy día son consecuencia directa de la rápida transformación producida por el sistema capitalista de libre mercado. Tiene derecho a una parcela, a un habitáculo, quien tenga capacidad de compra.
Las estructuras físicas de las ciudades, reflejo directo de sus estructuras sociales, son muy claras. Así lo definen los códigos legales que las autorizan: además de la propiedad privada existen aquellos espacios y vías públicas que pertenecen al estado, es decir, a la comunidad para su uso y beneficio colectivo. Pero existe también lo que se denominan “asentamientos irregulares”, áreas que son invadidas y habitadas por individuos a quienes no pertenecen mercantilmente, y pisos ocupados sin las debidas enajenaciones o contratos de alquiler.
Se tiene derecho a ocupar un espacio si se tiene papel moneda suficiente para sufragarlo.
Al nacer, una criatura tiene ante sí el reto de llegar a certificarse como “persona habitadora” en la medida en que adquiera las credenciales culturales suficientes como para poder comprar el espacio donde irá a vivir.
La raza humana habita el planeta conjuntamente y la competencia por el territorio ha provocado más encono y división que unión y fuerza conjunta. Sin embargo, está visto que pueden existir otras formas de interacción en el planeta. Para los aborígenes de Norteamérica la tierra no era motivo de insidias. El hombre pertenecía al entorno físico y no se concebía que el territorio pudiera acotarse y distribuirse como si se tratase de una tarta. La tierra, el río, las montañas, las nubes pertenecían todos a un orden natural, no a quien osara adueñárselos.
Las organizaciones sociales de un hormiguero o un panal de abejas nos hablan de las posibilidades de co-habitabilidad armónica posible y constructiva. Potenciadora de individuos que contando con un medio construido física y socialmente sustentable, y acorde con sus necesidades, facilite el desempeño de toda una comunidad en pro de su desarrollo.
Las dimensiones sociales de la cultura occidental actual merecen una profunda revisión en términos de una adecuación hacia estructuras sociales más sustentables, como organismos vivos que incluyan a toda una comunidad en su conjunto. Se hace necesario, por ello, que la supervivencia habitacional digna sea un hecho garantizado previo a los arrebatos que establecen los mercados, como el de cualquier bien comercial.
Entre otras coyunturas de principio de siglo, estamos ante la necesidad de reformar la aldea humana como un refugio con un mínimo asegurable de dónde partir. Hemos alcanzado umbrales donde se hace indispensable inventar aquellos recintos construidos capaces de albergar comunidades completas donde, como premisas mínimas, quepamos todos y las diferencias empiecen más allá de la habitabilidad.
La necesidad de una vivienda digna está intrínsecamente ligada a la naturaleza del hombre desde que éste existe como tal, ya que sólo en ella puede socializarse y sentirse positivamente parte integradora del mundo en que vive. Por ello es cada vez más clara su justificación como uno más de los Derechos Económicos, Sociales y Culturales establecidos por la ONU, para todos y universalmente reconocido. El derecho a la vivienda puede entenderse como un derecho derivado del derecho a la vida, pues etimológicamente vivienda no significa otra cosa que “lugar para vivir”, de ahí que el derecho a una vivienda digna pueda definirse como el derecho de toda persona a acceder a un hábitat en el que pueda desarrollar su vida habitual conforme a su dignidad personal. Por lo tanto, no cabe duda porqué el derecho a la vivienda es actualmente una preocupación primaria dentro de los derechos humanos en todo rincón del mundo.
No sólo en países en desarrollo, sino incluso en los más industrializados, hay grandes colectivos carentes de una vivienda frente a quienes, por especulación inmobiliaria disponen de varias de ellas. Eso permite distinguir entre dos categorías: las viviendas-estar, como propiedad-menester a las que alude el derecho a la vivienda, y las viviendas-haber que corresponden a lo que se designa como propiedad-riqueza. Es claro que el conflicto de intereses existente entre el sector inversionista y especulador y el amplio segmento demandante de lugares dignos para vivir no permite percibir soluciones sencillas ante el horizonte inmediato. En el fondo, se trata de un conflicto entre derechos patrimoniales y derechos fundamentales. Ese tipo de conflicto hace más difícil la asimilación del derecho a la vivienda como una realidad práctica.
Lo que está claro es que un problema como el de la carencia de vivienda digna es un problema que pertenece a la sociedad en su conjunto, y que su insatisfacción acarrea perjuicios con efecto dominó. Es un hecho que el crecimiento de los precios de alquileres, sumado a la falta de proyectos adecuados para la construcción de viviendas asequibles ha colocado a las viviendas decorosas fuera del alcance de las familias de bajos ingresos, obligándolas a vivir en barrios marginales o bien en “cuarterías”. Como es bien sabido, este fenómeno se agudiza en ciudades densamente pobladas. Hoy más que nunca, en un mundo donde la inmigración se ha generalizado, las diferencias sociales son muy claras: la cantidad de espacio urbano que uno controla es directamente proporcional al estatus que uno tiene y/o a sus ingresos. Por lo tanto, es evidente que el diferencial de espacio no está justificado en la actualidad en términos humanos, sino solamente en términos económicos. Pero, como se ha dicho, la justicia entendida como el respeto de la igualdad de los derechos y de las personas no entiende de diferencias económicas, y tarde o temprano termina por encontrar válvulas de escape. Es por ello la urgencia del caso.
Se hace necesaria la intervención colectiva de todas las partes involucradas en la satisfacción de los Derechos Humanos, y en particular del derecho a la vivienda, entendiendo que la felicidad política es una condición imprescindible para la felicidad personal, para lo cual se han de realizar los proyectos más íntimos, como el de ser felices, integrándolos en proyectos compartidos, como el de la justicia, pues para configurar un mundo mejor son indispensables la identidad y la solidaridad. Todo ello desde la búsqueda de la dignidad de la persona, que a su vez es factor imprescindible para su felicidad.
La diferencia en el hábitat humano, entre cómo se había venido concibiendo desde los inicios de la era moderna y la que se visualiza hoy en día, a partir de las problemáticas sociales contemporáneas, parte del cambio de concepto de la vivienda como bien patrimonial al de derecho a ella como Derecho Humano Fundamental. Cuando cada vez hay más sectores sociales excluidos al acceso a una vivienda y a los que el mercado no da respuesta, y cuando en el mercado libre cada vez pesan más los elementos patrimoniales y de bien de inversión que el de bien de residencia, se hace necesario plantear soluciones básicas de vivienda desde otras nuevas plataformas.
La ciudad es patrimonio de todos sus habitantes, y como cuerpo vivo, la dolencia de cualquiera de sus partes afecta por entero a todo el cuerpo. Por esa razón los problemas de vivienda de algunos cuantos terminan por involucrar a toda la población. No sólo por solidaridad con los menos favorecidos, sino también como estrategia de sostenibilidad, se hace indispensable atender el abastecimiento de vivienda digna para todos.